domingo, 2 de marzo de 2008

A una mujer sentada en el parque


Estás ahí sentada. Pero no estás.
Te veo. O quizás debiera decir que veo tu cuerpo, que entrega agradecido su peso a la madera del banco. Siempre elegís el mismo, el que está frente al arenero donde los gritos de los pibes llenan el aire de flechas de energía.
Ignoro. Cuántas son las cosas que ignoro, me digo cuando te veo.
¿De qué cielo son las nubes que pasan por tu frente?
¿De qué luz nacen las sombras que arrebatan tu mirada?.
¿Cuál es la historia que contienen los impenetrables límites de tus poros?
Si las heridas del alma se vieran a simple vista, ¿cuánto se tardaría en recorrer el mapa de sus huellas en el borde de tus labios?
Hay en tus dedos una caricia sin destino, a punto de volar hacia la hierba.
Un oleaje intenso y anhelante salpica de invisible espuma la cresta de tu pecho
No puedo trasponer tu misterio. Ni podría abrirte paso al mío.
Estamos tan solos con nuestros sueños, verdad?.
Nadie puede ponernos a salvo de la memoria.
Me reconozco en ese placer melancólico de abandonarse, de tanto en tanto, sin defensas, sin estrategias.
Sin que nada nos sujete ante el vendaval del tiempo que pasó y nos dejó lluviosos y ateridos viendo alejarse el último deseo.
Recojo las velas y vuelvo a controlar el rumbo.
Hasta el próximo viaje, amiga.